MIS PERLAS LITERARIAS 74
23-07-202
EL PEQUEÑO LEÑADOR
En 199?, estando mi padre hospitalizado, fue a visitarlo un amigo del que sólo recuerdo que se llamaba Antonio, y contó esta historia que me resultó muy triste entonces y que me sigue encogiendo el corazón ahora que la reconstruyo en su nombre después de veintitantos años. Tal como me la contó, la cuento:
Esto sería en 1928 porque yo tendría unos 6 o 7 años y nací en 1921. Me fui solo al monte, como casi "tos" los días, con un trozo de soga, ni más más ni más menos, a por leña seca y, cuando junté un haz tan grande como podía cargarme a las costillas, me fui andando a Caravaca a venderlo. Después de dar vueltas y más vueltas y, como estaba oscureciendo, le dije a una mujer, que estaba en la puerta de su casa, que si quería la leña “regalá” porque nadie me la había “querío” comprar y me tenía que volver a mi pueblo.
Antes de que la mujer pudiera contestarme, su "marío", que me había oído desde dentro de la casa, salió y me preguntó que de dónde era. Yo le dije que de Moratalla y, entonces, me dijo que pasara al corral y dejara la leña. Así lo hice soltando el haz, porque la leña se la regalaba pero no tenía más soga que aquella.
Cuando ya me iba, me dijo que pasara a la casa y, cuando entré, vi sobre la mesa de la cocina un plato de alubias “cocías”, con una patata y media cebolla; y un vaso grande lleno de vino, que no se me olvida. Me dijo que era su cena pero que me sentara y me la comiera. Yo, que llevaba todo el día sin probar “bocao”, le hice caso, pero sin beberme el vino porque nunca lo había “probao”, pero eso no se lo dije. El buen hombre, más por generosidad que por malicia, me dijo que podía beberme el vino si quería, y me lo bebí sin paladearlo.
Le di las gracias y, con mi trozo de soga al hombro, me vine al pueblo. Cuando el vino me hizo efecto, me entró un tembleque que no tuve más remedio que tirarme al suelo, menos mal que era verano, y me quedé dormido.
Mi padre había muerto ya y, cuando mi madre vio que no había “llegao” a mi casa, salió a buscarme con unos vecinos por donde sabían que yo volvía siempre. Al oír sus gritos, ¡Antoñiiico!... ¡Antoñiiico!..., me desperté y salí a su encuentro. Mi madre me abrazó llorando, les conté lo del vino, y todos se rieron dándose por contentos de que la cosa hubiera “acabao” así.
(Terminó su relato y yo, sin saber qué decir, sólo acerté a preguntarle si se volvió con ellos a su casa).
¡Qué va! Ellos se vinieron al pueblo y yo, con mi soga, me fui otra vez al monte… ¿Qué iba yo a hacer en mi casa, si no había de “na”?
P.D. En cien años, ¡qué diferente la vida de Antoñico de la de un niño actual de siete años! La “intrahistoria” de pueblos como el nuestro es muy larga y penosa pero nuestra memoria es demasiado corta, para bien o para mal.
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