miércoles, 6 de mayo de 2020

“Cien años de soledad”. García Márquez

MIS PERLAS LITERARIAS 26
22-04-2020
Hoy, día 22, es el Día Internacional de la Madre Tierra, que cumple 50 años desde su proclamación y, a la vista de esta pandemia, me resisto a creer que sea una mera casualidad. Los peces han vuelto a las cristalinas calles de Venecia; los jabalíes, los ciervos, y otros animales más racionales que nosotros corretean a su anchas por las calles de las ciudades; y quién sabe, a lo mejor muy pronto se convierten en verdades las mentiras de nuestra canción de la infancia y veremos correr las liebres por el mar y por el monte las sardinas… ¡Ojalá!

Al hilo de lo dicho, mi perla de hoy es un fragmento de la novela “Cien años de soledad” de García Márquez.
Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban.
-Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos.

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